Quiero compartir con vosotros un cuento chino que me contó un dundecillo hace un par de días. A veces nos regalan unas palabras, o como en este caso, un cuento, que te ilumina un trocito de tu camino y te acerca un poquito más hacía el profundo entendiemiento de la vida. Y sí, los duendes existen, sólo hay que tener el corazón y el alma abierto para recibirles y reconocerles. Hace poco que conocí a este, pero me parece que le conozco de toda la vida. Es el duende de las abejas, así que la próxima vez que saboreais la dulce miel, o os saluda una humilde y amorosa abeja, mándale un pensamiento de gratitud y amor.
Un hombre humilde y pobre de riquezas materiales, pero rico en sabiduría y amor, vivía con su hijo en una cabaña en la montaña. La única riqueza que tenían aparte de su ropa y sus sandálias era una vaca marrón que cada mañana les daba una leche dulce y nutritiva. Una mañana cuando se despertaron vieron que la vaca se había alejado del lugar, y aunque buscaron y rebuscaron no pudieron encontrarla.
-¡Que mala suerte! exclamó el hijo del hombre sabio. El hombre contestó tranquilamente:
-No existe ni la mala ni la buena suerte. Las cosas pasan porque tiene que pasar.
Pasaron unos días, y una mañana, al despertar, el jóven encontró la vaca tranquilamente saboreando la hierba, en compañía de un jóven y bello caballo.
-¡Papá, papá, que suerte! ¡Ha vuelto la vaca, y con un caballo! El hombre sabio contestó tranquilamente:
- Me alegro de que haya vuelto, y ahora podremos montar a caballo y descubrir la montaña más allá, pero no existe la buena ni la mala suerte, las cosas pasan porque tienen que pasar.
El hombre sabio y su hijo aprendieron pronto a montar a caballo, y descubrieron juntos lugares nuevos llenos de belleza, lejos de casa donde a pie no habían llegado antes.
Un día cuando el sol ya estaba bajando para dejar el cielo para dejar paso a la luna menguante y las estrellas, el caballo se asustó, y saltó repentinamente. El hijo del hombre sabio, que en ese momento estaba subido al caballo, se cayó al suelo y se rompió un brazo. El hombre sabio le puso dos maderitas y una sábana para curar el brazo de su hijo, pero el hijo exclamó:
-Ay que mala suerte he tenido, por qué he tenido que caerme y lastimarme el brazo?
-No existe ni la buena ni la mala suerte, las cosas pasan porque tienen que pasar, contestó el hombre sabio mientras ataba la sábana blanca alrededor del brazo.
Al mismo tiempo, en la ciudad del gran emperador chino, se hablaba de la dura guerra con el país vecindario. Habían muerto muchos soldados, y necesitaban refuerzo. Querían reclutar a todos los jóvenes mayores de 15 años del territorio chino para mandarles a la guerra. Y así fue. El ejército pasaba de casa en casa y llevaba consigo todos los jóvenes, a pesar del llanto de sus madres y lágrimas de los más pequeños. Cuando llegaron a la montaña donde vivía el hombre sabio y su hijo se acercaron a la cabaña. Cuando vieron que el jóven llevaba el brazo lastimado, se dieron la vuelta y dijeron que ese brazo nunca iba a estar bien para llevar un arma.
El hijo del hombre sabio esta vez no dijo nada, sólo miró a su padre a los ojos, y por fin compredió la sabiduria de sus palabras.
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